El pueblo que se une en nombre de María
San Nicolás celebró una nueva fiesta patronal en honor a la Virgen del Rosario. Desde temprano, las calles se llenaron de fieles y la procesión al atardecer coronó una jornada de fe y comunidad.
Llegó el último día y, lejos de ser el menos importante, parecía ser el más esperado. No se respiraba cansancio, sino una energía distinta: después de cuatro días de peregrinación, los fieles llegaron desde todo el país e incluso de otros rincones del continente para festejar el cumpleaños de la patrona de la ciudad de San Nicolás, la Virgen del Rosario.
A la felicidad y al esfuerzo los acompañaba un clima perfecto: un sol radiante y una brisa suave que muchos describían como un abrazo de María. El camino estaba cubierto de colores: pañuelos celestes, imágenes de la Virgen, banderas argentinas. En medio de ese paisaje, la multitud rezaba y cantaba. Había familias enteras, abuelos que avanzaban con pasos lentos, jóvenes que cumplían promesas caminando descalzos y niños que agitaban pequeñas banderitas con entusiasmo. Eran minoría los jóvenes; predominaban los mayores. “Algunos recién en nuestros últimos años volvemos a acordarnos de la Virgen y de nuestra fe”, contaba Passaglia, su intendente.

Tras un convenio con las telefónicas, la intendencia cuenta de una herramienta nueva y eficaz para medir la cantidad de peregrinos en la ciudad. Foto: Josefina Matiauda.
“Que sigan a Dios con pie firme, que nunca se aparten: la Virgen María acompaña y salva”, afirmaba una pareja de peregrinos mayores. “Para mí es todo; todo lo que le pido me lo da”, decía un nicoleño. Aunque este día era especial, él aseguraba verla todos los días. Entre los habitantes de la ciudad se percibía tanto la emoción de ver a todos unidos en fe como el orgullo de ver a su ciudad convertirse en amparo y destino de miles. La presencia de los fieles no solo los conmovía: también los hacía sentirse acompañados y parte de algo mayor. Con turnos rotativos ya que algunos lugares permanecen abiertos, ante la suma constante de peregrinos.
Desde temprano, San Nicolás se ponía en marcha. A las seis ya estaban instalados los puestos de comida, souvenirs y bebidas, atendidos por comerciantes y vecinos. Mientras tanto, peregrinos que habían llegado días antes se mezclaban con los que arribaban esa misma mañana en micros que rodeaban la ciudad. El centro mostraba un contraste llamativo. Lejos de la tranquilidad del santuario, la plaza principal parecía un festival: feria de ropa, música fuerte desde los parlantes, vendedores que ofrecían juguetes y adornos, y compradores que caminaban entre la multitud. Para un visitante distraído, podía parecer un día cualquiera, si no fuera porque la fe latía en cada esquina.

Para los nicoleños, la Virgen del Rosario es refugio de fe y motor de identidad colectiva. Foto: Joaquin Mendilaharzu.

"Si la gente encuentra un centro cuidado y eventos que la inviten a quedarse, la experiencia cambia”, agregó Passaglia. Foto: Joaquín Mendilaharzu.
A la hora de la siesta, la emoción recién comenzaba. El santuario se llenaba y el clima se volvía solemne. El altar, adornado con flores blancas y celestes, recibía a los fieles que se arrodillaban, algunos llorando en silencio, otros aplaudiendo con fervor. Afuera, en los jardines, miles aguardaban: unos en largas colas para ingresar al segundo piso del santuario, donde se encuentra la Virgen, otros participando de las celebraciones al aire libre.
Paulo, de San Juan, relataba que este era su tercer año de peregrinación. No siempre había sido creyente y nunca había pensado en participar, hasta que conoció a su novia. El amor por ella lo llevó a descubrir también el amor por la Virgen. Desde entonces se sumó al viaje familiar, a esa tradición de caminar cada año. Para él, ya no se trataba solo de ver a la Virgen: era adorarla, pero también compartir, estar en familia y recorrer juntos Buenos Aires hasta San Nicolás, al lugar donde para muchos todo comienza.
Al caer la tarde llegó el momento más esperado: la procesión. La figura de la Virgen María recorrió el amplio jardín mientras sonaba con fuerza el himno de la Virgen del Rosario. A su paso, miles de manos se alzaban para saludarla, algunos intentaban tocarla y muchos no contenían las lágrimas. El aplauso final fue tan fuerte que pareció un rugido. Era el cierre de la jornada, pero nadie quería irse.

Por Josefina Matiauda




